FRAGMENTO
El secreto de Alhucema
El anciano permanecía cruzado de brazos observando el aguacero que se
descargaba contra el cristal de la vidriera. Hacía tres meses que su tienda no
recibía ningún visitante. Ya ni ganas tenía de encender las luces. Permanecía
en penumbra. El gato ronroneaba trepado al último estante de madera de la
librería. Algo había sucedido en el pueblo que impedía que se editaran libros
nuevos. El último había recibido un año atrás. Eran poesías para niños: “Nanas
para dar nono al nene” de Emérito González. Luego de esa publicación nadie más
había escrito nada. ¿Nadie? Tal cual. Nadie. Parecía que las mentes se habían
secado. La imaginación se había cegado. Las palabras se habían rasgado. Las
ideas nuevas habían volado. Todos en el pueblo tenían los libros que querían
tener. No había novedades. Y la música del agua golpeteando contra techos,
ventanas y los adoquines de la calzada hacía danzar las nubes al son del
viento. Se sirvió un mate. El olor de la yerba mezclado al aroma del papel
viejo y las maderas adormecieron al micifuz.
Mientras esto sucedía en el pueblo, a pocos kilómetros de allí, Candelaria
trabajaba en su granja intentando salvar sus pocas posesiones. El agua caía
salvaje. Con una mano la muchacha separaba los cabellos empapados y con la otra
lidiaba con las gallinas, la pareja de cerdos y la vaca Alhucema. Sobre el
horizonte se levantaba una amenazante nube. Era oscura como la piel de un lobo
marino. Venía rasante y rápida como un halcón en pos de su presa. Candelaria
tuvo tiempo suficiente para encerrar a los animales y guarecerse ella misma
dentro de la casa. Cerró los viejos postigos, encendió una vela y se quedó
tiesa sentada a la mesa mirando la puerta de acceso. Temía lo peor. El viento
llegó. Fue un vendaval. La casa crujía y se quejaba como una anciana achacosa.
Afuera parecía que un avión sobrevolaba constantemente la granja. Era el rugido
del aire en torbellino. Apenas duró unos minutos pero a Candelaria le pareció
una vida. Su perro indiferente, se había acostado a sus pies y ella lo
acariciaba sin ser consciente de lo que hacía. Cuando lo peor pasó, la muchacha
abrió tímidamente el postigo de la ventana del frente. Árboles caídos, ramas
desperdigadas, chapas de no se sabe dónde, en fin, una maraña de objetos entreverados
por cualquier lado.
Candelaria corrió hasta el establo a reconocer a su querida Alhucema. Al
abrir el portal la vaca mugió impasible. Salió lenta a continuar su única
tarea: comer. En el corral, una parte del techo se había desmoronado, pero las
gallinas se habían salvado todas. La familia de cerdos asustada no salía de su
pocilga.
La joven levantó las ramas que pudo, juntó los baldes y otras herramientas
desperdigadas por el lugar y se aprestó a ingresar a su casa cuando la
descubrió. Levantó la vista por encima del techo, abrió la boca y así
permaneció durante unos instantes. La sorpresa la inmovilizaba. Una montaña,
una extraña montaña se levantaba detrás de su hogar. Un montículo que minutos
atrás no estaba allí.
No era una montaña propiamente. Otra persona podría haberla calificado como
una colina pues diez metros no es gran cosa. Pero para Candelaria que nunca
había visto nada igual y mucho menos en el fondo de su granja, era un portento
de majestuosidad. ¿De dónde había salido? ¿Cómo estaba allí? ¿Quién la colocó
en ese lugar? ¿Y ahora qué hago? Se preguntó cuando pudo pensar.
La joven necesitaba verla de cerca. Tenía la forma de un cono. Cuanto más
se acercaba más curiosa la encontraba. No parecía estar formada de rocas. Ni
siguiera de tierra. ¿O sí? En todo caso no tenía vegetación alguna. Desde donde
estaba se veía oscura, tenebrosa.
El perro Remo iba delante moviendo la cola. Al llegar al pie, Candelaria
levantó la vista hacia la cumbre. Como el sol se asomó entre las nubes se formó
un arco iris y justo justo parecía surgir desde la punta de la montaña. La
muchacha extendió su mano y tomó un puñado de la tierra pelada que la formaba.
Se resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo. Era un entramado oscuro como si
estuviera formado por ramitas secas. Negras. Minúsculas.
Candelaria se rascó la cabeza. Remo levantó la pata contra la montaña e
hizo lo que todo perro que se precie de tal debe hacer para marcar territorio.
Desde ahora la montaña sería suya.
En ese momento se escucharon voces cerca de la casa. En el pueblo ya todo
el mundo sabía que en la granja de Candelaria había crecido una montaña.
¿Crecido? Las teorías que se tejieron al respecto fueron muchas. La que recogió
más adhesiones fue la del comisario: La tormenta la trajo consigo.
Ese día Candelaria no estuvo sola como siempre. El pueblo completo la
visitó. Cada vecino tomó entre sus manos esas extrañas “ramitas” que resbalaban
de sus manos. Pero como suele ocurrir, fue la novedad de unos días y nada más.
Luego, cada uno siguió con su tarea habitual.
La mañana del día siguiente Candelaria soltó a su vaca del establo.
Continuó con sus tareas sin prestarle atención a Alhucema que muy campante
rumbeó para la misteriosa montaña. Cuando ella cayó en la cuenta, el animal
estaba muy goloso arrancando pedazos de la montaña.
-¡Alhucema! ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo vas a comer la montaña?- gritó
mientras corría a su encuentro.
La vaca la miró como miran las vacas con un poco de estrabismo, giró la
cabeza y volvió a su tarea. Arrancaba las ramitas como si fueran su pasto
preferido. La larga lengua de Alhucema lamía primero y cortaba después. Así
estuvo un rato hasta que regresó a pastar y rumiar en la tierra.
En el trajín de su trabajo Candelaria olvidó el suceso. Pero notó que cada
vez más Alhucema prefería comer montaña que comer pasto. Y el hecho trajo
consecuencias.
Desde siempre, ordeñaba a la vaca y vendía el magro producto a los vecinos
de la zona. Con las ganancias compraba lo que su granja no le daba. Sin embargo
notó que esos días Alhucema estaba muy prolífica. Duplicó el rendimiento de
leche y no sólo eso. Sus clientes le decían que el sabor era especial. Unos le
comentaron que sabía a vainilla. Otros a limón. Algunos hasta sugirieron
chocolate. Cada vez más los habitantes del pueblo empezaron a comprarle la
leche a Candelaria. Y Alhucema no dejaba de producir cada vez más. Lo extraño
era que cada cliente decía sentir un sabor diferente. Una niña le comentó que
para ella la leche tenía gusto a caramelo y para su hermano a banana.
Ese no fue el único fenómeno extraño que ocurrió luego de la llegada de la
montaña. El más extraordinario fue lo sucedido en el comportamiento de quienes
tomaban la leche de la vaca que comía montaña.
...